Desde que volví de mi intercambio de estudios, no hubo un solo día en el que no haya pensado en Japón. Tenía diecinueve años y la experiencia se me presentó como un gran desafío. De convivir bajo el techo de mis padres sobreprotectores a vivir en un país del que poco y nada conocía. Por primera vez iba a estar sola y no se trataba de cualquier lugar sino de uno cuya religión, idioma, costumbres y personas eran un misterio para mí. El único símbolo que asociaba a Japón, eran los palitos chinos.
Lo que nunca me esperé fue sentirme tan como en casa, en un lugar cuya brecha cultural con Argentina es abismal. Esta experiencia generó que al regresar a mi tierra me sintiera extraña, como si no encajase en mi propia cultura.
Filtro. Este tipo de foto de Lucía Bocalandro y su amiga Chihiro es usual entre amigas. Arriba dice algo así como “Wow, bonito”Debo comenzar describiendo quién soy. Siempre fui extremadamente estudiosa, disciplinada y curiosa. En la secundaria fui el estereotipo de nerd: me encantaba acumular dieces y era imposible que rompiera una regla. No me llevaba bien con los deportes y mi aspecto escuálido me hacía sentir poco atractiva. Ahora que lo pienso, no encajar en los estándares convencionales generó en mí una atracción a todo aquello que fuera “distinto” y que me representase un desafío. Probablemente esta lógica de mi cabeza fue la culpable de que hoy esté estudiando una carrera creativa.
A los doce años me fanaticé por el heavy metal y la guitarra eléctrica. El tiempo pasó y tocar en vivo me ayudó a desenvolverme socialmente. A los dieciséis, tuve mi primer novio y empecé a preocuparme más por mi apariencia. Sin embargo, mi atracción hacia lo exótico nunca cambió.
Entender a Japón. Eso intentó Lucía Bocalandro junto a sus amigas Vivienne y Kotone en la ciudad de Nara.En la universidad estoy por recibirme en Diseño y una de las cosas que más me apasiona de mi futura profesión es comprender al usuario. Filósofa por naturaleza, busco entender el mundo que me rodea y el comportamiento de las personas. Cuando surgió la oportunidad de hacer un intercambio de estudios no lo dudé: debía enfrentarme a una cultura totalmente desconocida para mí. Mis intereses culturales siempre se habían centrado en Occidente, por lo que enseguida lo descarté. Además, me molestaba que en mi educación Asia nunca se me hubiese nombrado. Para los argentinos, es lo mismo ser japonés, chino o coreano. Japón nunca había estado en mi radar y mi comprensión de su cultura era limitada. Poco a poco, comencé a obsesionarme por entender lo que significaba ser japonés. ¿De qué manera la cosmovisión de un japonés difiere de la mía?
Aterricé en la “tierra del sol naciente” a finales de marzo, con las sakura –flores de cerezo japonés– a punto de florecer. Todo era radicalmente distinto: baños hiper tecnológicos, caras escondidas bajo los barbijos, autos cuadraditos y una sobreestimulación de sentidos. Recuerdo esa primera mañana en la que bajé a desayunar al hotel, y era la única extranjera rodeada de un grupo de veinte japoneses adolescentes con uniformes deportivos. Me sentí muy observada y un poco extraterrestre. La primera vez que me subí a un tren me sorprendió el orden y la armonía, parecía que cruzar miradas con el otro era pecado y el silencio era sagrado. Por alguna razón, cada uno de ellos entendía a la perfección cuál era la manera correcta de actuar en el tren. Con el tiempo comprendí que la naturaleza de los japoneses es mimética, saben leer muy bien los códigos del contexto y se camuflan con su entorno.
Viví en un vecindario tranquilo y rural llamado Takarazuka, cerca de la ciudad de Osaka, en una residencia internacional que albergaba a unas treinta personas. Para la gran mayoría de las personas que conocí en Japón yo era el único contacto que tenían con Argentina y lo único que asociaban a mi país, era el fútbol. Aruzenchin? –argentina en japonés– Messi!
En la residencia, éramos como una gran familia gracias a Shinji, quien enseguida se convirtió en algo parecido a un padre adoptivo. A sus casi setenta años, era el encargado de la residencia, vivía con nosotros y nos ayudaba en todo lo necesario. Shinji se volvió una de mis personas preferidas y fue el primero en desequilibrar mis estereotipos sobre cómo ser japonés. Extrovertido, cariñoso y trabajador, hacía que cada día fuera divertido. Un día le pregunté qué lo motivaba a seguir trabajando a su edad y me contó su vida entera. Después de trabajar por más de treinta años en una reconocida empresa japonesa y renunciar debido al covid, sintió un vacío enorme al no poder ejercer lo que más amaba: servir a las personas. Por eso, decidió salir en búsqueda de su nuevo ikigai –su razón de ser–, y lo encontró siendo el manager de la residencia. Siempre decía: “Físicamente pareceré viejo, pero en mi corazón me sigo sintiendo como un joven de veinticinco años, y enfrentarme a desafíos es lo que me mantiene motivado”.
En Japón, cada día de mi vida era una nueva oportunidad para sumergirme en su cultura. Estudié en la Universidad Kwansei Gakuin, dónde adquirí conocimientos sobre el Japón contemporáneo desde distintos perspectivas , como la religión, los roles de género, los negocios, el sistema educativo y familiar, entre muchos otros. Esto, en combinación con conversaciones con nipones, mi espíritu observador, y experiencias culturales de todo tipo, me permitieron poco a poco interiorizarme sobre el alma de los japoneses.
Japón es considerada por muchos sociólogos como una cultura colectivista e intuyo que este aspecto es clave para comprender a su sociedad. Esto significa que allí los intereses del grupo predominan por sobre los intereses y/o deseos personales: la mirada del otro y las jerarquías sociales pesen mucho. A su vez, el orden y la disciplina son inculcados en la educación desde temprana edad, siendo dos valores clave para mantener la paz y armonía en la sociedad.
Recuerdo haber discutido con Patrick, mi amigo finlandés, en torno a este tema, del cual aún no tengo respuesta. Por un lado, consideramos que el que piensen antes en los otros por sobre uno mismo trae grandes beneficios a nivel grupal: la cultura del agradecimiento y el respeto exagerado, la práctica del omotenashi (el arte de servirle al otro), el que todo funcione ridículamente bien y que sea uno de los países más seguros del mundo. Sin embargo, también cuestionamos si esa cultura colectivista extrema no será la culpable de que muchos japoneses sean infelices, que pasen su vida trabajando de algo que no les gusta, que sean presos de un sistema que funciona excelentemente solo si lo seguís a medida.
Hace poco conversé en videollamada con una amiga japonesa y le pregunté por qué creía que los japoneses eran tan tímidos. Según ella, el miedo al fracaso es tan grande que la timidez se convierte en una herramienta de resguardo, un escudo que les permite pasar desapercibidos. A su vez, al hablar sobre los estándares de belleza, me confirmó que lo atractivo es actuar, verse y pensar como los demás, conforme a las expectativas del sistema. Mencionó, por ejemplo, que, durante la etapa de búsqueda de empleo, todos los jóvenes se tiñen el pelo de un tono específico de negro para conseguir trabajo, ya que eso es lo que se espera de ellos. Ella, con pelo naturalmente castaño oscuro, me decía qué si bien no entendía esta regla implícita, no podía escapar de ella. Al día de hoy me sigo cuestionando que priorizaría en mi mundo ideal: ¿libertad o seguridad? Aunque… ¿acaso existe la libertad sin seguridad?
Mis mejores recuerdos están ligados a las amistades que formé en Japón, a quiénes recuerdo con nostalgia y amor. Fueron relaciones cortas e intensas, pero realmente significativas para mi vida, debido a que junto a ellos crecí y me transformé. En ellos entendí que para poder entablar relaciones profundas en contextos interculturales, uno tiene que olvidarse de todas las nociones preconcebidas (estereotipos) que tiene de la cultura de otro. Poder empezar a ver el mundo como algo que no es ni blanco ni gris y entenderlo desde un espectro de colores mucho más amplio, es realmente, una de las mayores enseñanzas que me dejó Japón.
Me fui de Japón el treinta de julio de dos mil veintitrés. Me despedí de la residencia mientras mi amigo Jonathan tocaba See You Again en su piano. Las lágrimas fueron inevitables, me daba miedo volver a mi país y no entendía por qué. Por supuesto que extrañaba a mi familia y amigos, pero sentía que en Japón me había encontrado.
Regresar a Argentina se intuía distinto. Yo era otra, como si me hubiera “japonizado”. Me sentía pérdida, sentía que mi mundo se había derrumbado. Esas amistades tan significativas que había forjado ya no estaban a mi lado. La semana en la que volví a Argentina, finalicé mi relación con mi primer novio, aquel de los dieciséis. En un ataque de impulsividad también intenté retomar el contacto con amistades del pasado, en vano. No podía avanzar; el extrañamiento hacia mi propia identidad me estaba lastimando. Estaba viviendo en el pasado y constantemente me preguntaba: ¿Y qué si nací en el lugar equivocado?
Entonces lo recordé. Aquel concepto de la filosofía japonesa que tanto me marcó: el Ikigai. La noción occidental lo define como la razón de ser, encontrado en la armonía entre: hacer lo que amás, en lo que sos bueno, por lo que te pueden pagar y lo que el mundo necesita de vos. Sin embargo, para los japoneses es algo mucho más sencillo. Simplemente es aquello que te hace despertar con energías todos los días, es amar y encontrar propósito en cada detalle de tu vida. Como Shinji bien me demostró, el Ikigai varía según el momento de tu vida. Aquello que te hace despertar por las mañanas es diferente cuando sos niño, estudiante universitario, o cuando te convertís en padre, por ejemplo.
Entender que la belleza de la vida se encuentra en la transformación constante de nuestro Ikigai, hizo que comprendiera que regresar de Japón no era el final de un viaje, sino el principio de muchas otras historias. En definitiva, aquello que en un principio se presentó como una crisis frente a cómo me sentía con el país donde había nacido, hoy se convirtió en algo que me enorgullece gratamente: ser argentina. ¿Acaso no puedo ser capaz de encontrar mi Ikigai, mi motivación, en mi propio hogar?
Sé con certeza que todo lo que viví me ayudó a ser quién soy, y por eso una parte de mi corazón siempre va a estar en Japón. Tengo enormes sueños y espero poder cumplirlos algún día. Hoy, me siento más despierta que nunca y espero con ansias poder ver cuál será mi próximo Ikigai.
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Lucía Bocalandro. Es estudiante de Licenciatura en Diseño en la Universidad Austral. Siempre le gustó contar historias y hacer preguntas. Emprendedora y apasionada por el diseño de experiencias, busca unir culturas mediante su trabajo. Fue seleccionada por GOROM Association para trabajar en un programa de emprendedurismo social que vincula Latinoamérica con Japón. Nació luego de dos hermanos varones, quienes la ayudaron a ser tolerante a las críticas. Su formación musical le enseñó la importancia de la escucha. Considera que la belleza se encuentra en los momentos compartidos.