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Mundos íntimos. Sufrí bullying en la secundaria: si sos una “loser” los otros se alejan y luego cuesta recuperarse de las heridas

La primera vez que se burlaron de mí en el patio del colegio me pareció gracioso. Había una voz que emitía la palabra, pero se empezó a sentir como un eco. Estaban en grupo y yo lo sabía: me iba a quedar sola. Me decían Dexter (ese es el primer insulto que recuerdo) por el dibujito de Cartoon Network del científico encerrado en su laboratorio sin amigos. Me lo decían porque no paraba de sacar dieces. La primera vez que escuché la palabra contra mi nuca me reí, y esa fue la última vez que solté una carcajada en el secundario.

¿Será que mis compañeros del colegio nunca escucharon “The Smiths”? Para que preguntárselo; en ese secundario privado y católico de Parque Patricios lo único que escuchaba eran críticas hacia mi persona.

Como contrapartida del bullying, Sofía Gómez Pisa sentía mermadas su capacidad para interactuar con los demás.Como contrapartida del bullying, Sofía Gómez Pisa sentía mermadas su capacidad para interactuar con los demás.Venía de ser campeona de taekwondo, con tan solo 10 años, pero aprendí lo que era el aguante, los haters y la envidia en primer año del secundario. Entendí que la huella del aislamiento social al que te lleva ser el chivo expiatorio es algo con lo que vivís toda la vida, como con la desconfianza en el otro y la baja autoestima.

Más aún duele el bullying años más tarde cuando recordás que fue perpetrado por hombres, y por mujeres cómplices del patriarcado. Mis compañeros me trataban como a una cucaracha y yo llegué a sentirme un molesto insecto. Estaba en pleno desarrollo psicosocial, pero estaba obturada a tal punto que no podía pensar en vengarme, responder o sacar una patada de artes marciales.

Recuerdo las palabras subiendo por mi cuello, rebotando en mi cabeza, rumiando ahora en mis pensamientos, cambiándome el humor. Cambiándome así también el comportamiento.

Escena de la adolescencia.El acoso escolar, dice Sofía Gómez Pisa, lleva a hacerse preguntas erróneas: ¿será que no soy demasiado agradable?  ¿será que estudio de más? ¿será que no soy tan linda?Escena de la adolescencia.El acoso escolar, dice Sofía Gómez Pisa, lleva a hacerse preguntas erróneas: ¿será que no soy demasiado agradable? ¿será que estudio de más? ¿será que no soy tan linda?Empecé a sentir vergüenza de asistir a los mismos lugares donde mis compañeros podrían lastimarme. Así que no iba. Empecé por gimnasia, no iba o iba muy poco, en general me la llevaba a marzo donde para aprobar tenía que hacer un informe sobre deportes. Cuando sí asistía, me sentía pegajosa. Ese es el recuerdo. Completamente pegajosa y volátil, débil. Una Sofía completamente distinta a la que había sido en la primaria estaba naciendo, una Sofía que se veía impedida de tener amigos de confianza, porque confiar, era algo que había dejado en el pasado.

Por otro lado, mi mamá solo trabajaba para mantenerme. Estábamos las dos solas. Estamos. Porque siempre estuvimos: juntas y solas. Al drama lo fui escondiendo, para no molestarla. Ella era docente, supongo que pensaba que esto de la burla social era algo pasajero.

Lo cierto es que lo único que hacía el bullying era mermar mis capacidades para conectarme con los demás con seguridad, sonreír y hacer mis tareas cotidianas como ir a las actividades extracurriculares. Me fui escondiendo, me fui corriendo, me fui desdibujando.

Por otro lado empecé a interesarme por la literatura aún más que nunca y mis primeros poemas datan de una vida adolescente en la que yo cargaba con el peso de ser una loser.

Escribía constantemente sobre mis compañeros y hacia observaciones sobre su “comportamiento”, les sacaba la ficha literariamente. A los cuadernos los escondía bajo candado en mi habitación, también escribía en la compu y le mandaba emails a las que consideraba mis amigas con poemas crípticos que contenían información valiosa sobre ellas, sus relaciones, sus amoríos, sus trampas. Sé que una de ellas tuvo que cortar una relación cuando uno de mis poemas llegó a manos de su novio.

En ese entonces no me importaba tanto el valor literario como poder canalizar mis vínculos y mis observaciones cotidianas. Tener un registro que me aislara del dolor de ser diferente.

“Nirvana” también ayudó mucho pero cuando quise acordarme de mí misma estaba hundida en el laberinto de la Depresión, y la escribo con mayúscula. Comencé a vestirme de negro y dejé de hablar casi por completo.

Mis compañeros sentían algo de culpa, pero el bullying no disminuyó: ahora era la loca de los gatos, y con esa etiqueta me quedaría hasta terminar, a duras penas, el colegio.

Recuerdo un episodio en particular. El curso había sido elegido para ir a la TV, un programa bastante malo donde el premio era viajar a Bariloche. Como todo quinto años, las hormonas estaban a tope, todos querían participar, al fin había un objetivo que los unía. Algo en mí también se había conmovido. Algo de la chica que se sacaba dieces pensé, podía ayudar al grupo así que me anoté. Mi autoestima había descendido considerablemente entre pastillas, terapia particular y odio hacia mí misma. Al llegar al piso del canal nos dijeron que no había lugar para todos, que dos personas iban a quedar afuera. Yo todavía no sabía que quería ser periodista, pero tampoco quería perderme la oportunidad de demostrar mis conocimientos en cámara, y en uno de los juegos –algo así como una trivia– te lo permitían.

Iban a poner las remeras de todos en el piso e iban a sacar dos personas, sin ver los nombres, claro. Lo cierto es que el chico que empezó a hacerme bullying en primer año, que era el “jefe de la manada”, le hizo una seña al productor. Una seña que me incluía. Los minutos pasaron tensos hasta que nos dieron el resultado: ni una chica que eligió no participar por decisión propia ni yo, dado que mi remera salió extrañamente sorteada, íbamos a participar en el programa. Nos íbamos a quedar en la tribuna.

Se escucharon unas risitas y el chico en cuestión y los demás vieron con buenos ojos la “decisión” del productor ya que “mejor así porque yo era muy callada”.

El bullying te atrasa, te marca, te pone una etiqueta. Las palabras pueden salvarte o pueden hundirte. Eso también lo aprendí de muy chica, por eso soy ahora, lo que se puede llamar una persona reservada.

Mis compañeros de colegio me habían destinado a ser una “tribunera”, a ver pasar sus travesuras como una suerte de actriz extra en el decorado del secundario. De a poco ese sentimiento de estar de más se había ido extrapolando a cada campo de mi vida diaria, incluso fuera del colegio.

La psicóloga del colegio nunca me llamó, efectivamente mi problema pasaba desapercibido, mientras yo estrenaba un diagnóstico y me veía sometida a la toma de clonazepam para poder pasar las noches, noches que ya no eran de estudio, porque hasta esas ganas de estudiar me habían quitado.

En el reino del secundario ser distinto se paga. Usar una remera de Nirvana o de los Ramones se paga. Tener amigas que resultan ser superficiales con el tiempo también se paga.

Recuerdo una tarde en el recreo -al que había dejado de salir- que se me acercó una compañera (creo que ahora estudia psicología), su empatía ya exacerbada la ayudó a encontrarse conmigo: la loser, y hacerme la pregunta: ¿por qué estás tan triste?… Ella pensaba que yo tenía problemas con mi primer novio. Lo cierto es que tratando de encontrarme a mí misma entre miles de etiquetas y prejuicios de los demás… me había perdido.

El bullying es lo más parecido a una muerte silenciosa. Está premeditado, está orquestado y la víctima termina sintiéndose culpable y haciéndose preguntas erróneas: ¿será que no soy demasiado agradable? ¿será que estudio de más? ¿será que no soy lo suficientemente linda?

Fue una tarde de invierno, dicen que ese mes nevó en Buenos Aires por primera vez desde los años 50. Tenía 16 años, y mi abuela había muerto. Mi mamá se acercó a mi rockeada habitación ese día y tenía los ojos llenos de lágrimas, yo nunca la había visto llorar. Tuve que bajar la música para escucharla. Me dijo: “la abuela se fue”. En ese momento entendí que una parte de mí también se había ido para siempre. Ya no era una nena, pero tampoco tenía en quién confiar.

Cuando te comes el cuento de que sos una loser, la gente simplemente se aleja. Dar lástima no garpa entre cheerleaders, modelos y jugadores de fútbol.

El precio de la diferencia, que me hizo ser quien soy dejó el saldo de una espalda curvada, distorsiones cognitivas varias y la manía arrolladora de estar siempre en guardia. Cuando fuiste el blanco de las burlas algo en voz resuena como una alarma: la gente es mala. La gente te va a querer atacar otra vez.

De a poco el secundario fue terminando. Mi desconfianza y mi desconcentración me llevaron a llevarme -valga la redundancia- un montón de materias.

En el aula de los “repetidores”, donde nunca pensé estar, me encontré con chicos sufrientes. Chicos que estaban solos, que se los había comido la droga, el abandono o simplemente la desidia y los videojuegos.

Sentí que no era la única. Terminé el secundario. El título me lo dio mi profesor preferido, el que me veía hablar en clase cuando todavía estaba bien. El día que lo tuve en mis manos fue mi liberación. Un documento que daba cuenta del horror y su culminación.

Los fantasmas fueron deshabitando la habitación adolescente. Me fui de casa en cuanto pude. Tuve todo tipo de oficios: camarera, telemarketer, secretaria. Hasta que a los 24 empecé a ejercer el periodismo. Nunca hablé de esto con nadie. La campeona que habita en mí se guardó muchos años haber perdido una batalla. La batalla más importante para los adolescentes: la batalla social.

A veces cuando estoy sola por la calle todavía me siento valiente y me bajo los auriculares. Pregunto algo en un kiosco, socializo con una anciana, la ayudo a cruzar la calle.

Las palabras desaparecen. Cambian. Evolucionan. Me dicen linda, me dicen gracias, me dicen genia.

Detrás de una chica con sus auriculares escuchando The Smiths en Medrano y Rivadavia hay una historia. Cómo debe haber miles que no conocemos. De maltrato, de juegos impiadosos, de miedo.

Todo lo que no puede decir en esos años lo empecé a volcar en mi trabajo, en radios, en gráfica, en mis poemas.

Cambié la piel, cambié de barrio. Pero la sombra del bullying nunca se va. Te persigue, como Freddy Kruger en una pesadilla. Metidas las palabras en lo más recóndito de mi mente, me afectan cuando me quedo sola. Me veo en un rincón callada, los escucho decirme cosas. Los escucho decirme cosas.

Con el tiempo entendí a la burla social, al bullying como un reflejo de la sociedad. Como si el secundario fuese un reflejo de la vida. Una vida pequeña. Escribía, escribía mucho y no sabía contestar.

Hace un tiempo en La Cultura del Barrio tomé clases de boxeo, me dijeron que tengo tendencia a bajar la guardia, que eso es peligroso.

Sigo caminando, el viento de Villa Crespo me pega en la cara. A veces me voy al parque a tomar aire, me pongo los auriculares y suena alguna banda punk nacional.

Imagino que nadie quiere herirme, que estoy en un lugar seguro, respiro, de a poco, respiro. Me cuesta pero sigo, los fantasmas se corren a jugar a otra cabeza.

Subo un poquito la guardia, solo lo suficiente para no perder la empatía, mi cuello se alarga, parezco soberbia. Solo estoy herida.

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Sofía Gómez Pisa. Periodista y escritora, más conocida en las redes como @chapitasonica, es amante de la fotografía, la música y también el silencio. Publicó: “Ella, la muerte o dios” (El ojo del Mármol, 2016), la plaquette “Nativa Digital” (Rama Dorada, 2017), “La culpa ya no es de tus padres” (Elemento Disruptivo, 2020) y “Nadie es una promesa a los 33” (Clara Beter, 2024). Creció en Parque Patricios y ahora vive en Caballito.

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