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Las ciudades son sus gentes, pero también, y sobre todo, sus instituciones. Las personas van y vienen y tienen la mala costumbre de morir, y así lo que queda son esos referentes que nos permiten orientarnos en la historia de un lugar. El Sporting Club de Beirut, uno de los clubes de mar más emblemáticos del país, es una de ellas. Creado en 1953, en la época dorada, cuando el Líbano era, en expresión muy manida, “La Suiza de Oriente” -de hecho, es una afortunada antítesis de Suiza-, sus socios fundadores quisieron imitar al “Sporting d´été” de Montecarlo, un país pequeño, rocoso, mediterráneo y lleno de millonarios, como Líbano. La historia y sus guerras separaron esas paralelas y alejaron esas ínfulas, pero la idea de replicar los refugios de la jet-set occidental en el Levante no estaba mal tirada. Resultado de lo anterior, el “Sporting”, situado junto a la mítica Corniche beirutí y al faro de Manara, en el oeste musulmán de la ciudad, es hoy un paraje a caballo entre una fotografía de Slim Aarons y la encantadora decadencia de la Barceloneta en los primeros 80. Por eso me gusta, porque nació con pretensiones, como yo, y las ha ido perdiendo una a una, hasta quedar en el hueso de lo auténtico, que es a lo que uno debe aspirar en la vida, a despojarse de capas de cebolla que no son sino artificios con los que nos adornamos para gustar a no se sabe muy bien quién. Acostado en sus tumbonas esparcidas por sus terrazas encaladas sobre el mar, uno siente que se para el tiempo. Es un lugar lleno de fotogenia, por cuanto la instantánea que uno puede tomar ahí poco varía de la que alguien hubiera podido tomar en los años 60. De entonces a hoy, el modelo de los bikinis se ha encogido y el peinado de las chicas se ha alargado. El aifon, ese invento diabólico, no existía entonces, pero, en esencia, el negativo de la vida en el Sporting sigue intacto, y eso es lo que me produce una cierta fascinación, su atemporalidad. En estos tiempos que nos ha tocado vivir en 3x, es necesario que existan espacios impermeables a ese apremio constante, a esa carrera de ratas en la que nos hallamos. El Mediterráneo y su espíritu son la solución natural a las servidumbres del capitalismo, y, en ese sentido, el Sporting es un magnífico balcón a la vida tranquila pero no ascética, al sensual hedonismo que recorre esta ciudad de incomprensibles contrastes y milagrosos equilibrios. Al Sporting se va a pasar el día con la familia o con los amigos. En este andurrial todo el mundo se conoce, y enseguida se forman grupos que charlan en ese cóctel de lenguas que es el libanés, una base de árabe con una dosis cítrica de inglés y unas gotas de angostura del francés. Algunos hombres pescan en un islote a tiro de piedra. Otros nadan con furor olímpico. Los más pequeños aprenden a flotar a golpe de silbato. Mujeres bellísimas a cualquier edad lucen cuerpos magníficamente retocados. Apolos esculpidos en el gimnasio se pavonean y otros de mediana edad, de barriga prominente y holgadas cuentas bancarias fuman un puro mientras juegan al backgammon y broncean los suyos al sol de la vida. Nada les turba, salvo el sobrevuelo rutilante de los aviones que despegan de la pista del aeropuerto cercano. Pibes que están en edad de mostrar unos abdominales que todavía no necesitan trabajo hacen piruetas sobre la cornisa, antes de zambullirse como acróbatas para impresionar a su “crush”. Están listos para recibir su primera bofetada amorosa en el verano que creían de la consagración. Parthenopes en sus veinte se hacen las remolonas, aposentadas en esa atalaya de madurez que nos distingue a esas edades, dejándose querer por chicos algo más mayores que ansían sus cuerpos restallantes de juvenil sensualidad. Hay algo italiano en el juego de seducción, uno donde el deseo habita en la mirada y se ve refrenado por unas convenciones sociales tan poco escritas como presentes. El cortejo es aquí un arte de fino regate entre el qué dirán, la posición social y la confesión de cada quién. No todo el monte es orégano. En el Sporting siempre es verano, y cuando uno se sienta en la terraza de su restaurante, con esos azules de fulgor de “Marinero en tierra” estallándole en los ojos, siente que ahí nada puede salir mal, y que, si el club fue de los pocos espacios de convivencia durante la larga guerra civil, malo será que se tuerza este dulce sábado de farniente.