Quién no ha tenido un momento aparcamiento como el de Carlos Mazón. Después de una comida de cuatro horas en el restaurante El Ventorro, quizás elegido por su mala cobertura, escoltó a la periodista Maribel Vilaplana hasta el lugar donde había dejado su coche. Cuarenta minutos añadió el president de la Generalitat valenciana a la insoportable abdicación de su responsabilidad, demorando la vuelta a una cruda realidad en que sus 229 conciudadanos eran arrastrados por un caudal enfurecido y morían ahogados. «Reloj, no marques las horas porque voy a enloquecer, ella se irá para siempre cuando amanezca otra vez». Quién no ha vivido un momento aparcamiento, deseando que no se acabe. Un te llevo a casa, o te acompaño hasta la parada, o hasta el portal, o camino un rato contigo a ver si me despejo. Si no has conseguido alargar la sobremesa con otro café, otro chupito, otra pregunta, otra anécdota, se impone una despedida diferida. Prolongar el rato anhelado, incluso en un lugar tan antipático como un aparcamiento del que cualquier ciudadano tiene prisa por huir, un subterráneo que fue la tumba de un buen número de víctimas de la dana. A ver si pasa algo, si el destino ofrece una última oportunidad y nos despedimos prometiéndonos que pronto habrá otra comida, que te lo vas a pensar. Esto hay que repetirlo, guapísima, se me ha pasado el tiempo volando, muac, muac. Me pondría en el lugar de ella, donde también he estado alguna vez, deseando quitarse de encima de una vez al plasta insistente cuya oferta laboral parece que rechazó. Pero no me da la gana porque la comensal de Mazón no ha hablado claro, ha cambiado su versión y no se ha puesto del lado de la verdad ni como periodista ni como ciudadana de València. Se lo tendrá que contar con pelos y señales a la jueza que investiga la nefasta gestión del ejecutivo capitaneado por el barón del PP, que no dio el aviso para la gente se pusiera a salvo.
Mazón saliendo del aparcamiento con su orgullo masculino maltrecho, con tropencientas llamadas perdidas, y ni por esas se dirigió a su despacho mientras los damnificados de la dana (niños, hombres, mujeres) perecían. No se sabe dónde estuvo otro buen rato. Igual corrió tras el coche de Vilaplana como en una peli de la tarde, para que ella le sonriese desde el retrovisor, igual se dio una ducha que limpiase la frustración de la cita de sus sueños, sobre la que desde el principio se cernió una nube negra. No se sabe dónde estuvo ese señor con la brújula estropeada por el ego, y que será imputado por la justicia a no mucho tardar, pero sí donde está ahora. Donde siempre, en su partido, el PP, que presume de vocación de gobierno y no le ha soltado de la mano e incluso le ha elogiado en el tiempo transcurrido desde el desastre que costó 229 vidas y arrasó con las pertenencias de otras miles de personas. Y dónde ha querido estar este miércoles, que conmemora el primer aniversario de la catástrofe con una misa funeral de Estado. Ya que ni Mazón ni su jefe Núñez Feijóo escuchan a las familias de las víctimas, que le han pedido que no asista, tal vez instancias más altas hubieran podido transmitirle la conveniencia de que se ausente. Esta vez, sí, ni se le espera ni debe estar. No tuvo prisa por ponerse a los mandos de la peor crisis de su tierra en décadas, y tampoco por dimitir. Sigue en el aparcamiento, prolongando la hora de enfrentarse a la realidad de que no se le quiere.
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