En política, la moneda de cambio más valiosa es la confianza. Un gobierno que llega al poder con una promesa de cambio radical genera, inevitablemente, expectativas enormes.
Sin embargo, cuando la distancia entre la promesa y la realidad se convierte en un abismo en un tiempo récord, la consecuencia inmediata no es solo el desencanto, sino una erosión profunda de su capital político. El actual gobierno, que no cumple dos años en el poder, está escribiendo un manual sobre cómo alienar, uno a uno, a los pilares que lo llevaron a la victoria.
Este proceso no es aleatorio, sino que sigue un patrón preocupante. Comenzó con el sector más entusiasta y moderno: los «Pibes Cripto», seducidos por la promesa de una dolarización que liberaría al país de la inflación. La estafa de «Libra» y el silencio posterior fueron la primera gran señal de que el relato no se sostendría frente a los hechos. Luego, el ajuste recayó sobre uno de los sectores más vulnerables, las personas con discapacidad, en el caso Spagnuolo, demostrando que la eficiencia prometida podía traducirse en crudeza social. Esto se sumó a Jubilados, Universidades, etc.
Pero el punto de inflexión más significativo es el conflicto con el sector agropecuario, históricamente un aliado natural de proyectos de corte liberal. La imposición de retenciones y el tono confrontativo hacia «los amigos sojeros» revelan una profunda inconsistencia. Si un gobierno dispuesto a «quemar todo» no duda en prenderle fuego también a su propia base de apoyo, ¿qué queda para el resto de la sociedad? La respuesta es un creciente aislamiento.
La consecuencia electoral de esta sucesión de defraudaciones es matemática. Cada promesa incumplida no es un voto perdido de forma aislada; es un eslabón que se rompe en una cadena de confianza. El votante que se siente estafado no simplemente se abstendrá; se convertirá en un crítico activo. La decepción, cuando es masiva y consecutiva, deja de ser un mal momento y se transforma en el principal verdugo en las urnas.
Un gobierno que en tan poco tiempo logra que sus propios seguidores se pregunten «¿y a mí por qué me votaría otra vez?» no está gestionando el cambio; está firmando su propia sentencia electoral. El precio de defraudar a una sociedad que depositó su esperanza en usted es, sencillamente, la imposibilidad de volver a convocarla.