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Un día de esperanza: la visita que devolvió sonrisas a personas que viven con VIH

Por Candelaria Sosa Parodi

Fin de agosto. El frío había cedido, pero el viento se empeñaba en quedarse. Con la misma obstinación del aire enfrentamos una misión: llevar alegría a quienes habían perdido la esperanza.

El lugar que nos esperaba era una residencia destinada a personas que viven con VIH. Apenas cruzamos el portón, la primavera parecía adelantada: el césped brillaba verde y los árboles dejaban entrever brotes nuevos. El encargado salió a recibirnos con carisma y una sonrisa franca, abriéndonos paso por un pasillo que conducía a la puerta principal.

Allí nos encontramos con un hombre en silla de ruedas. En sus manos sostenía con cuidado dos imágenes de la Virgen María. Nos esperaba ansioso, y se notó en el abrazo cálido que le brindó una de las religiosas que nos acompañaban —una hermana de la congregación de Madre Camila—.

Dentro de la casona, los residentes ya estaban preparados: perfumados, sentados en ronda, con el gesto de quien lleva tiempo aguardando visitas. Al vernos entrar, se pusieron de pie. Nos saludaron con besos, sonrisas amplias y miradas encendidas, como si nuestra llegada hubiera sido esperada durante meses.

El sol del mediodía se filtraba por las ventanas e iluminaba el suelo y el pelaje suave de un gato que parecía custodiar la escena. Allí comenzó la presentación: cada uno decía su nombre, su edad, de dónde venía, qué le gustaba hacer. Las edades variaban entre los 34 y los 84 años. Nos contaron que en verano jugaban a la pelota, que disfrutaban de la música, de la lectura y, sobre todo, de la misa en la pequeña capilla de la casa.

Pronto llegaron las historias. Relatos cargados de dolor: pérdidas familiares, experiencias de calle, enfermedades que los marcaron. Las lágrimas se escapaban en algunos rostros, como si las heridas todavía supieran abrirse. Sin embargo, en medio de la pena, había también un aprendizaje: aquellas piedras del pasado se habían convertido en parte de su identidad. Habían aprendido a vivir con ellas, a resistir, a sostenerse en la fe y en la esperanza.

La visita cambió de tono cuando uno de los voluntarios tomó su guitarra. Bastaron los primeros acordes para que todos se unieran en coro. El canto llenó la sala y, de pronto, los cuerpos se animaron a moverse. Bailamos al compás y ellos, con una alegría contagiosa, nos imitaban. Incluso aquel hombre que no podía escuchar se sumó, moviéndose con entusiasmo y haciéndonos ver que la música también se siente en el alma.

Antes de despedirnos, nos invitaron a recorrer la casa. Con orgullo nos mostraron su capilla: sencilla, íntima, pero cargada de fe. En cada rincón se respiraba devoción. Allí, la esperanza parecía tener un lugar físico donde resguardarse.

El momento de la despedida llegó demasiado pronto. Nos abrazaron con fuerza, transmitiendo en ese gesto un “gracias” silencioso, una súplica de “recuérdennos, como nosotros los recordaremos”. Al salir, volví la vista atrás: aquel hombre que no escuchaba sonreía y nos saludaba con las manos. Su expresión, amplia, luminosa, dejaba claro que habíamos sembrado algo más que un rato de alegría: habíamos dejado la certeza de que no estaban olvidados.

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