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Miguel Ángel Revilla, un mártir con principios

Miguel Ángel Revilla. / EPE

En el último giro de guion de este país empeñado en convertirse en un spin-off de una película de José Luis Cuerda, dos octogenarios se han citado en el ring más campechano que se recuerda. Un combate en el que el demandante es un antiguo rey, multimillonario y exiliado para que sus excesos y desmanes le suenen desde más lejos; y el demandado, un político dicharachero, un señor bajito enchaquetado, lenguaraz y sencillo como un presidente de fútbol de los años noventa y popular por su análisis sesudo y espontáneo de la realidad.

El acusado de calumniar al monarca huido es Miguel Ángel Revilla (Salceda, Polaciones, 1943), un hombre hecho a sí mismo, aupado al estrellato mediático hace dos décadas, cuando pilló sentado en el trono más escatológico al rey Harald V de Noruega en la boda de Felipe y Letizia. Con su gracejo de pregonero, y ya como presidente de la Cantabria que jamás se sacó de la boca, contó al día siguiente su encontronazo en un baño con aquel monarca que estaba haciendo de vientre. «Abrí y ahí lo vi, con una espada que le impedía cerrar bien la puerta del váter». Aquello le generó una moción en el Parlamento de Cantabria para que pidiera perdón a la casa real noruega, pero también le brindó una llave maestra de las televisiones que aún hoy sigue usando.

Aquel hombre, convertido de la noche a la mañana en tertuliano estrella, dio bien en cámara, cayó simpático y se convirtió en el azote del corrupto y en la bandera del sentido común. Entendió el juego, se supo diferente en el escenario político del pelotazo y los sobres que atufaban España tras la entrada del nuevo siglo y combatía la putrefacción de sus homólogos desde los platós y con su particular savoir faire. Revilla, el hombre rural que tornó primero en profesor de universidad y luego en político, fue durante 16 años el presidente autonómico más escuchado por los españoles; cabal y mordaz. Un buen vendedor de mantas, le oías hablar y no le colgabas.

Con el propósito de arañar mejoras para su tierra, su verborrea y machacona presencia televisiva le cambiaron el rango: de novillero a primer espada de la escena mediática. Se codeó con peces gordos, a los que rejoneó sin miramientos, célebre fue su cruzada con Bárcenas, a quien siempre tuvo presente en sus oraciones condenatorias. Se confesó republicano, pero perteneció a aquella generación de hombres y mujeres juancarlistas, que comulgaban con aquel mantra de mejor malo conocido. Con el emérito conectó, fueron numerosos sus encuentros y carcajadas, y alguna que otra lata de anchoas se abrieron en Zarzuela.

Foto de archivo del rey emérito don Juan Carlos I en el acto conmemorativo del 40º aniversario de la Constitución de 1978, en el Congreso (Madrid/España) a 6 de diciembre de 2018. / Archivo

Todo hasta que un día se derribó la omertá que acorazaba al exmonarca: grabaciones, amantes, comisiones, paraísos fiscales… Aquella catarata de sinvergonzonerías traspasó por vez primera la línea roja de los medios de comunicación, que durante años solo rieron alguna canita al aire de don Juan Carlos, el rey que burlaba la seguridad de palacio a lomos de una motocicleta. En aquella España condescendiente hacía hasta gracia, pobrecito que sólo tiene de todo. Los regalos a Corinna, las mordidas millonarias y el resto de manejos ilícitos colmaron la paciencia de un Revilla que se había autoproclamado justiciero oficial del pueblo. Su discurso cambió, abjuró de su amistad y lo tachó de «delincuente, fugado y ladrón». Así hasta que la semana pasada recibió una notificación.

El monarca le requiere 50.000 euros por aquellas «expresiones calumniosas e injuriosas» y una rectificación pública por los daños morales causados. «Esto no se lo deseo a nadie. Es mezquina esa actitud, ¿por qué a mí y no a Bárbara Rey?», explicaba en pleno directo un Revilla compungido, que ha paseado su pena por las televisiones y que ahora ha cambiado su perfil: de Robin Hood a mártir.

«Él nunca ha pensado en mí», han atribuido al rey emérito, al que se le intuye aburrido, mal asesorado y con ganas de remover el árbol que con cuidado trata de apuntalar su hijo. Toda una historia de desamor. Para evitar el litigio, Revilla y Borbón deberán verse las caras el 16 de mayo en un acto de conciliación al que ambos deben acudir y que se espera como una de las escenas más bizarras de esta España inclasificable que escribe con trazo gordo su historia más reciente.

Mientras, el pasado fin de semana, ajenos al drama, don Juan Carlos estuvo en el paddock de la Fórmula 1 y Revilla continuó grabando una película de Resines en la que interpreta a un juez. No pestañeen.

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