George Foreman se derrumbó en Kinshasa casi a cámara lenta ante la mirada fija de Muhammad Ali, que tenía el guante preparado como un misil que no llegó a despegar. “Cayó como un mayordomo de metro ochenta de estatura y 60 años que acabara de escuchar una trágica noticia”, escribiría Normal Mailer de aquel combate sin igual, el más emblemático de la historia del boxeo, el famoso Rumble in the jungle disputado en Kinshasa en 1974, entonces Zaire, hoy República del Congo.
Ganó el héroe sobre el villano. Ali, el carismático boxeador que no tenía opción alguna, tumbó al malo, al joven campeón, al distante y malhumorado Foreman que se escondía tras una gafas de sol y un perro intimidante. Foreman murió ayer a los 76 años transformado con el tiempo en alguien totalmente distinto, en una especie de abuelo de América, bonachón y popular, gracias a una gestión ejemplar de su carrera fuera de los rings.
Asoció su nombre y su rostro a una barbacoa eléctrica de la que se vendieron más de 100 millones de unidades y que, junto a otras actividades, le hicieron inmensamente rico. Se reinventó como nadie: como pastor religioso, como autor de libros de cocina, como promotor televisivo de su propia línea de ropa para hombres grandes, como consejo juvenil, como actor ocasional… Todo un logro para alguien que parecía destinado a acabar con sus huesos en cualquier cárcel mugrienta de Texas.
Antes de ser dos veces campeón de los pesos pesados y medalla de oro olímpica en México-68, Foreman fue un joven delincuente. Desde luego, no tuvo una infancia idílica. Como sus almuerzos escolares consistían a menudo en un bocadillo de mayonesa, buscó el remedio robando en tiendas y asaltando a la gente en la calle. Dijo un día que entonces su propósito era ir a prisión y formar la pandilla más feroz de Houston. «Era un tipo malo, más malo que cualquier cosa que puedas imaginar», confesó en 1991.
Como suele pasar en EEUU, encontró una salida en el deporte y el boxeo resultó idóneo para aterrizar su ira. Se le dio bien. Y en México-68 se colgó la medalla de oro. Tras destrozar a su rival lituano enseñó la bandera norteamericana a las cuatro esquinas del cuadrilátero ante el pasmo indignado de otros deportistas negros que paseaban el puño en alto del Black Power.
De ahí ascendió a la cima de los pesos pesados infundiendo un miedo atroz a sus rivales. Se coronó en 1973 cuando derribó al temible Joe Frazier en Jamaica. Una victoria de impacto que le dio un aura de invencibilidad que se desvaneció solo un año después, cuando Ali le noqueó en Zaire al décimo asalto de un combate descarnado. Fue la primera vez que caía sobre la lona y perdió el cinturón.
Foreman dejó el boxeo en 1977 y se dedicó a cultivar su despertar religioso, fundando su propia iglesia y transformando su imagen de chico malo a predicador. Diez años después regresó a los rings, en un retorno impensado. Tenía 38 años. Batió de forma consecutiva a 23 púgiles hasta que Evander Holyfield frenó la racha en 1991 en una pelea en Atlantic City.
Pero aún le faltaba un momento de gloria. En 1994 causó sensación al noquear de forma espectacular a Michael Moorer, que tenía 19 años menos, y le arrebató los dos cinturones de peso pesado. Se proclamó el campeón de los pesos pesados más veterano de la historia a los 45 años. “Gané porque aprendí a pelear sin ira”, diría.
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Tres años después se retiró definitivamente y comenzó una nueva carrera que le proporcionó más dinero que como boxeador. En 2022 había amasado una fortuna de unos 300 millones de dólares, aunque por el camino gastó mucho. Se retiró a un enorme rancho de Texas con su esposa Mary con canchas de tenis, de baloncesto, ganado abundante y un garaje con capacidad para 38 automóviles. “El dinero hay que gastarlo», declaró Foreman a Sports Illustrated. «No está hecho para ahorrarse”.
Tuvo 12 hijos de distintas mujeres. A los cinco varones les puso el mismo nombre, el suyo, George Edward, “para que tuvieran algo en común y si cae uno caemos todos”. Hoy, como muchos en EEUU, lamentan su fallecimiento.