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Malos vientos para la moderación

Lo que ha dado en llamarse la conversación pública se ha trasladado hace mucho a las redes sociales, un fenómeno que luce como un viaje de ida, descontrolado y sin reglas de juego ni marco normativo alguno. Las redes han archivado, quizás para siempre, todo atisbo de consideración, respeto o empatía. Nadie, en suma, escucha a nadie, por lo que el término conversación no es sino un eufemismo, a menos que se entienda que se puede conversar a los gritos.

En una escalada que encuentra su correlato en las crecientes formas de violencia urbana, en el absoluto destrato entre individuos, la política se materializa en las redes y una publicación irrelevante concita mayor atención y espacio que cualquier actividad política. “El medio es el mensaje”, profetizó Marshall Mc Luhan hace décadas, anticipando esta era en que el mensaje son las redes mismas.

Y los padres putativos de la criatura, como Mark Zuckerberg o Elon Musk se desentienden de las consecuencias en nombre de una dudosa libertad de expresión. La de agraviar, insultar, descalificar y deshumanizar al otro.

De eso va el discurso imperante: la anulación del otro como tal, al simple efecto de despersonalizarlo, reduciéndolo a la condición de una rata o, más generosamente, de un simio. El recurso, claramente, no es nuevo.

Todas las experiencias autoritarias comienzan con la elección de uno o varios enemigos, la instauración del “ellos o nosotros” para fundar la imposible convivencia entre unos y otros, dejando como alternativa de hierro la imperiosa necesidad de la destrucción del otro, que representa el mal. En el “nosotros” están los buenos, por si hubiera que mencionarlo.

Se argumentará, y con razón, que de esta manera no se construye democracia ni forma alguna de convivencia y hasta podrían justificarse los excesos de hoy en el desaguisado que otros promovieron durante dos décadas. Pero nadie en su sano juicio debería ampararse en los abusos ajenos para justificar los propios. Quizás el problema de fondo radique en definir cuánto nos importa la práctica democrática y cuán cerca estamos de esas democracias de baja intensidad que preconizaba Ernesto Laclau.

Lo cierto es que en este violento debate en el que no se discute nada, sólo subyace la necesidad del sometimiento del otro, una imperiosa necesidad de todos los sistemas autoritarios. Se ataca así cualquier forma de progresismo, las políticas de diversidad, la prensa, las minorías y todo atisbo de disenso, un camino que conduce sin matices al oscurantismo, y lo más preocupante es que el método funciona: como una mancha venenosa el miedo de ser apuntado se va instalando y deja poco espacio para la duda. El que se mueve no sale en la foto.

Lo último es lo más doloroso: el estruendoso silencio que estas prácticas producen, como si ya estuviera instalado un consenso sobre la necesidad de acallar y destruir a los otros, la naturalización de la intolerancia como sistema, la certeza de que los moderados no tienen razón de existencia. De eso se trata al fin: soplan malos vientos para la moderación.

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